En el siguiente artículo, Javier Cercas, nos plantea un dilema ético que en España no acostumbramos a plantearnos.
PALOS DE CIEGO
¿QUÉ HARÍA USTED?
Para minimizar la corrupción hay que combatir la desigualdad y la
cultura que la ampara. Pero no basta; hay que cambiar las leyes.
EL 27 de septiembre lo vi en la portada
de este periódico, sentado entre los 65 exconsejeros y exdirectivos de Caja
Madrid y Bankia acusados en el juicio de las llamadas tarjetas black.
Allí estaba, en la sede de la Audiencia Nacional, en tercera fila y con los
ojos cerrados, como si la vergüenza le impidiera abrirlos o como si estuviera
rezando. No diré su nombre, que no importa: llamémosle señor X; tampoco importa
a qué organización pertenecía: en el juicio hay acusados de los viejos partidos
(PP, PSOE, IU), de los dos grandes sindicatos (UGT, CC OO), de la patronal
(CEOE). Conocí al señor X hará un par de años, durante una comida previa a una
charla que di en una ciudad de provincias. Era un hombre tímido, de apariencia
insignificante, que sonreía mucho, apenas hablaba y parecía algo fuera de
lugar. Hasta que en determinado momento soltó que él era uno de los acusados
por las llamadas tarjetas black. Un silencio sólido se apoderó de
la mesa. Más tarde mis anfitriones me contaron que ellos ya conocían la
situación del señor X, pero que nunca le habían oído hablar de ella; también me
dijeron que la universidad en la que trabajaban había acogido en labores
subalternas al señor X, casi como quien acoge a un refugiado, y que había
pedido asistir a aquella comida, para conocerme. El señor X siguió hablando.
Mencionó los cargos públicos que había ocupado, afirmó que carecía de
experiencia financiera, aseguró que cuando Caja Madrid le entregó su tarjeta le
dijeron que ésta formaba parte de su salario y que, aunque preguntó varias
veces cómo debía declarar a Hacienda aquellos ingresos, siempre le dijeron que
no debía declarar nada. “Esto funciona así”, le dijeron, taxativos. El señor X
se me quedó mirando. “¿Qué hubiera debido hacer?”, me preguntó. “¿Qué hubiera
hecho usted?”. Contesté a su pregunta con otra pregunta: “¿Por qué me cuenta
todo esto?”. Respondió: “Porque usted me inspira confianza”.
“ESA ES LA REALIDAD: EN ESPAÑA, QUIEN PUEDE NO PAGAR IMPUESTOS NO LOS PAGA;
Y QUIEN PAGA PUDIENDO NO PAGARLOS ES UN IDIOTA.
No sé si el señor X me mintió, pero yo
mentiría si dijese que no me conmovió; tampoco sé cuál será el veredicto del
juez, pero sí sé que el señor X no lo tiene fácil: cualquiera sabe que debe
declarar a Hacienda sus ingresos, vengan de donde vengan, y que no hacerlo
equivale a robar. Esa es la teoría; en cuanto a la práctica… Un amigo
extranjero me cuenta que, cuando visita nuestro país, sus conocidos españoles
no paran de despotricar contra nuestros políticos corruptos, pero que sueltan
una carcajada en cuanto él les pregunta si pagan impuestos. “¿Cómo se te
ocurre?”, contestan. Esa es la realidad: en España, quien puede no pagar
impuestos no los paga; y quien paga pudiendo no pagarlos es un idiota. A mí me
parece exacto interpretar el juicio sobre las llamadas tarjetas black como
un juicio contra una élite depravada y prepotente que se creyó impune; es
ridículo repetir que en España la corrupción es un problema de personas: es un
problema del sistema (sin ir más lejos: se sabe que las tarjetas opacas son o
eran una práctica generalizada en la banca). Pero el problema es peor: el
problema es que el nuestro sigue siendo un país de pícaros, y la nuestra, una
cultura corrupta. Por eso mienten o se engañan quienes dicen que, para acabar
con la corrupción, basta con sustituir a los corruptos por gente decente: como
han demostrado los países nórdicos, para minimizar la corrupción hay que
combatir las condiciones de desigualdad que la propician y la cultura que la
ampara; y dado que ese combate es lento, mientras se libra hay que poner los
medios legales para impedir que incluso la gente decente se corrompa. En
resumen: no basta con cambiar a las personas; hay que cambiar las leyes.
No sé qué acabará pasando con el señor X;
como es lícito odiar el delito pero no al delincuente (y como además le creí),
le deseo lo mejor. Por lo demás, confieso que me avergüenza un poco el aura
virtuosa de linchamiento moral de los corruptos que por momentos rodea el
juicio, como si nadie en este país tuviera nada que ver con ellos. Porque lo
cierto es que esos hombres no son alienígenas, seres remotos y ajenos a quienes
les rodeamos: son un espejo hiperbólico y monstruoso de lo que somos.
JAVIER CERCAS
EL PAIS SEMANAL 17 OCTUBRE 2016