Este artículo me
recuerda cuando yo era un crío de 10 / 11 años y viajaba con mi padre a Madrid
a revisiones médicas que eran frecuentes. El viaje siempre era en tren, en la
clase de la gente corriente, no recuerdo si en segunda o en tercera, pero salvo
que los vagones ya tenían alumbrado eléctrico, el resto era como lo describe María
Rius unos cuantos años antes, tanto los asientos de madera, como el resto del
mobiliario de los vagones, como los tipos humanos que ella tan finamente nos
describe.
Recuerdo al vendedor
de las tiras, largas y estrechas llenas
de números, que cada vez pasaba a vender para una nueva rifa, eran de un color
distinto, y que repartía entre los viajeros a cambio de unas pesetas para optar
al premio. Como mi padre era muy conocido por él, siempre nos tocaba la bolsa
de caramelos.
A pesar de los
muchos viajes que llevaba, no me separaba de la ventanilla, observando curioso cómo
desfilaba ante mis ojos un paisaje que parecía girar en torno a un punto
indeterminado del horizonte. Recuerdo que me llamaba la atención sobre todo, la
lejana vista de una laguna que mi padre la llamaba el Mar de Ontígola. Yo no
había visto todavía el mar, pero la verdad es que me lo imaginaba más grande y
azul; o el Cerro de Los Ángeles de Getafe, que por entonces todavía estaba en
ruinas por los bombardeos artilleros en un prolongado duelo a base de
intercambiar bombas y obuses entre rojos y azules en la última guerra civil de
España.
P.L.O.
←← ☼ →→
El Tren Churrero
De mi adolescencia recuerdo las cavilaciones y ajetreos que traía consigo un desplazamiento por ferrocarril; aunque el trayecto era bastante limitado porque raramente se sobrepasaban los cien kilómetros, parecía sin embargo, como si se tratara de una gran aventura o expedición al Himalaya. Si el destino era Madrid, se solía tomar el ‘tren churrero’ que partía de madrugada. El sereno* complaciente también participaba del viaje. Él hacía de avisador, con dos aldabonazos en la puerta advertía que era la hora de ponerse en macha. Fue siempre el despertador más eficaz y casi único, pues raro era el vecino que contaba con el ingenioso aparato* que más tarde se haría popular y maldecido a veces por los sobresaltos que producía la inoportuna campanilla. Algunos más devotos, se confiaban a San Pascual Bailón o a otro Santo predilecto, que debía despertarlos a cambio de unos padrenuestros que rezaban antes de dormir y el pacto quedaba concertado.
Con
mucha antelación se preparaba el viaje minuciosamente. La Filaíza o la Cesárea
eran las encargadas de proporcionar el medio billete, de aquellos de ida y
vuelta que salían más económicos para el comprador y para el vendedor; ambos se
beneficiaban con unos reales.
Día tras día se preparaba el viaje y los avíos. En el equipaje de los más previsores no faltaba el cabo de vela, pues era corriente que las lámparas de aceite que colgaban del techo de los vagones fallaran en su cometido, dejando al viajero a oscuras y salpicado de goterones pringosos. Muy laboriosa era también la preparación del almuerzo o merienda, reforzando la tortilla, magras y chorizos por si se retrasaba el tren o surgía algún imprevisto, además de las consabidas invitaciones e intercambios entre los compañeros de ruta. Los viajeros de tercera gozaban de grandes ventajas ajenas a la RENFE. No faltaba solidaridad; se ayudaba al necesitado, se compartían vituallas, mantas, cigarros y el buen humor que se prodigaba para hacer más soportable la falsilla* que dejaban marcada en las posaderas las tablas de los desvencijados asientos. Al ponerse el tren en marcha, aparecían los vendedores ambulantes y los que rifaban chucherías trasnochadas: bolsas de caramelos, galletas,… De una baraja mugrienta repartían naipes a cambio de unas perras; pasado algún tiempo volvían para cantar la carta premiada por arte de birlibirloque*. Nadie sabía cómo se verificaba el sorteo. El agraciado, después de recibir las felicitaciones calurosas como si se tratara del Gordo de Navidad, se mostraba ufano y generoso repartiendo el premio entre los compañeros.
Era frecuente encontrar agazapado debajo del asiento a algún maletilla o desgraciado que se había colado de ‘matute’*, por carecer de recursos para adquirir el billete. Todo el vagón, solidarizado, aceptaba de buen grado la complicidad, formando una barrera con piernas, mantas y paquetes para ocultarlo a los ojos del revisor. Las paradas en las estaciones se aprovechaban para cumplir necesidades fisiológicas y para desentumecer los remos. Pronto aparecía el jefe de estación acompañado del lampista* y como poseído de ataques epilépticos agitaba la campanilla, a la vez que se desaforaba llamando: “¡viajeros al tren…!” Éstos, se rezagaban y acudían en tropel a última hora, abriéndose pasos a codazos y empellones.
“Apáñate
como puedas la vestimenta y te echaremos una mano para alzarte hasta la
ventanilla”, le gritaban a alguna pueblerina remisa* o despistada que aún
estaba en el andén mirando las musarañas. Al fin se decidía a arremangarse las
sayas haciendo un supremo esfuerzo por encaramarse al vagón, unas veces lo
conseguía y otras caía al andén envuelta
en haldas* y refajos, que en
ocasiones amortiguaban el golpe haciendo de paracaídas, con la consiguiente
cuchufleta del público que terminaba por agarrarla a puñadas y meterla a fuerza
de empujones por alguna abertura, mientras el tren jadeaba iniciando su marcha
envuelto en una espesa y atufante humareda. Los adioses se hacían cada vez
menos perceptibles y la estación recobraba su monotonía.
María Rius Zunón - La Gaveta. 7º relato. Pág. 37
•_______♥♥♥_______•
GLOSARIO DE TÉRMINOS EN DESUSO
* Birlibirloque (por arte de): Como
por arte de magia.
•_______♥♥♥_______•
Blog
En Tarancón: Opinión
y Cultura
17-11-2020