EL NUEVO DESORDEN MUNDIAL
Desde que estalló la última crisis económica global, en
Europa han ido sucediendo cosas que parecía que nunca podrían suceder en esta
burbuja rica, unida, civilizada y democrática. Hemos visto cómo la sociedad del
bienestar no sólo dejaba de avanzar, sino que empezaba a derrumbarse, y bajo
ese pánico, aliñado con el descontento de muchas naciones por la incesante oleada de inmigrantes subsaharianos y refugiados procedentes de países
en guerra, ideas que ya parecían caducadas, como el Fascismo, el racismo, la
xenofobia, o el comunismo revolucionario, han renacido en nuestros países.
Muchos ciudadanos de Europa, después de años de prosperidad y
ausencia de conflictos, se sienten de
repente inseguros, vulnerables e impotentes ante el “extraño” que llama
a las puertas de sus países huyendo del hambre o las guerras, e incluso se ven amenazados físicamente, en sus propias ciudades, por los atentados del terrorismo
yihadista .
Ante este panorama, muchos ciudadanos piensan que
encerrándose en sus fronteras nacionales, a cal y canto, estarán más
protegidos. La incertidumbre nos invade y no alcanzamos a vislumbrar el por qué
de estos cambios.
Hemos encontrado un artículo en la revista LETRAS LIBRES,
editada simultáneamente en España y Méjico, que puede darnos una pista de lo
que está sucediendo en el mundo, y por tanto en nuestro continente y en nuestro
país.
El debate queda abierto.
En Tarancón: Opinión y Cultura
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EL NUEVO DESORDEN MUNDIAL
Rusia busca recuperar su papel
hegemónico. El Estado Islámico prosigue su política de terror. China se apresta
a traducir su poder económico en influencia geopolítica. Estados Unidos pierde
fuerza. El mundo, frente a nuestros ojos, se transforma.
12 enero 2015
Cuando los cuerpos y las
pertenencias de 298 personas cayeron del cielo el 17 de julio de 2014 y
permanecieron dispersos y sin consagrar en los campos del este de Ucrania, la
claridad pareció seguir en el silencio. Recordé los versos de “De inmediato enmendado”,
el poema de John Ashbery:
no dejó de sorprendernos que, casi
veinticinco años más tarde,
la claridad de estas reglas comenzara a
revelarse por vez primera.
Ellos eran los jugadores, y nosotros,
que tanto luchamos durante el juego,
éramos simples espectadores
(Versión de Marcelo Uribe y David Huerta.)
Poco importa ya si la acusación
contra el presidente Putin es por incitar directamente a quienes derribaron el
avión o por la imprudencia temeraria de haberlos abastecido de armamento. Al
reafirmar su apoyo a la secesión, Putin ha tomado una decisión, y depende de
los líderes de Occidente tomar las suyas. Poco importa ya si Occidente atrajo a
esta nueva Rusia al expandir agresivamente a las fuerzas de la otan hasta
su frontera. Ahora lo que importa es ser muy claro a fin de que las
responsabilidades políticas recaigan adonde deben hacerlo, las acciones tengan
consecuencias, los aliados vulnerables que están en la frontera con Rusia
reciban garantías de seguridad y estas garantías resulten creíbles.
También importa comprender, sin
hacerse ilusiones pero también sin alarmarse, el nuevo mundo al que nos han
arrojado la anexión de Crimea y el derribo del vuelo mh17.
El horror en Ucrania no es la
única sorpresa que trae claridad a su paso. Con la proclamación de un califato
terrorista en las regiones fronterizas de Siria e Iraq, la disolución de la
configuración de Estados que establecieron Mark Sykes y François Georges-Picot
en su tratado de 1916 se dirige a un feroz desenlace. El autoproclamado Estado
Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con tanques, pozos
petroleros, territorios propios y una habilidad escalofriante para dar
publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es capaz de detener su avance pero
no de derrotarlos, y las fuerzas terrestres con que cuenta Estados Unidos –los
peshmergas kurdos– van a tener más que suficiente con defender su patria. En
Siria, Assad ha entregado las provincias del desierto al Estado Islámico. En
cuanto a los iraquíes, los chiíes defenderán sus lugares sagrados en el sur,
pero no pueden retomar Mosul, al norte.
Si, como parece probable, el
califato resiste, en la región no habrá ningún Estado seguro. Israel puede, una
vez más, “cortar el pasto” en Gaza, pero bombardear civiles no le asegura un
futuro pacífico. Hasta que palestinos e israelíes reconozcan que hay un enemigo
al que deben temer más de lo que se temen entre sí –la absoluta desintegración
del orden mismo– no habrá paz en su región.
En el este asiático, las
fuerzas navales de China y Japón se vigilan mutuamente, plataformas petroleras
chinas perforan en aguas que están en disputa y, entre las capitales asiáticas,
vuelan acusaciones beligerantes. China no habla ya el idioma del “ascenso
silencioso”. La musculosa política exterior de Xi Jinping causa alarma en
Vietnam, Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Estados Unidos.
Intuimos que todos estos
elementos de discordia se relacionan, pero resultaría simplista afirmar que el
elemento común es la incapacidad de Barack Obama para dominar la conmoción de
la época que vivimos. Eso sería asumir que una administración estadounidense
más sabia habría sido capaz de mantener la unidad de las placas tectónicas de
un orden mundial que la ascendente presión volcánica del odio y la violencia
está separando.
El derribo del vuelo mh17
y el surgimiento del califato nos hacen repensar qué era lo que mantenía unidos
esos dos patrones. Hasta que se desvaneció la esperanza de la Primavera Árabe,
las clases medias moderadas y globalizadas de la región creían tener el poder
para marginar a las fuerzas de la furia sectaria. Debemos haber imaginado que
con internet, los viajes aéreos globales, Gucci en Shanghái y bmw en
Moscú, el mundo se volvía uno. Caímos víctimas de la ilusión que acarició la
generación de 1914: que la economía tendría más fuerza que la política y que el
comercio global limaría las rivalidades imperialistas.
Esa impresión se tenía al
inicio. En la fase de globalización, que comenzó después de 1989, Rusia
abasteció de gas a Alemania; Alemania abasteció a Rusia de bienes
manufacturados e industriales medulares; China adquirió la deuda del Tesoro de
Estados Unidos y Apple manufacturó sus gadgets en China.
Pensamos que, al menos por un tiempo, con la llegada de internet, una
herramienta global de información compartida consignaría la arraigada
hostilidad ideológica de la Guerra Fría a la historia.
En realidad, la tercera fase de
globalización no creó más convergencia política de la que destruyó la primera
fase en 1914 o la segunda que llegó a su fin en 1989. Resultó que el
capitalismo es promiscuo en lo político. En vez de contraer matrimonio con la
libertad, el capitalismo estaba igualmente feliz metiéndose a la cama con el
autoritarismo. De hecho la integración económica agudizó el conflicto entre las
sociedades abiertas y las cerradas. Desde la frontera de Polonia hasta el
Pacífico, desde el Círculo Ártico hasta la frontera con Afganistán, comenzó a
formarse un nuevo competidor político de la democracia liberal: autoritario en
su forma política, capitalista en su economía y nacionalista en su ideología.
Lawrence Summers ha llamado a este nuevo régimen “mercantilismo autoritario”. La expresión sugiere el papel central
del Estado y de las empresas estatales en las economías rusa y china, pero
resta énfasis al crudo elemento del amiguismo, fundamental para los gobiernos
de Pekín y Moscú.
Gracias a la globalización
misma, el capitalismo autoritario –permítanme llamarlo así– se ha convertido en
la principal competencia de la democracia liberal. Sin acceso a los mercados
globales, ni Rusia ni China habrían sido capaces de deshacerse de una economía
estilo comunista mientras se aferran a una política que sí lo es.
Las economías rusa y china están
abiertas a las presiones competitivas de los sistemas de precios globales, pero
la distribución de la recompensa económica –quién se enriquece y quién queda
sumido en la pobreza– todavía la determina, en gran medida, el aparato estatal
centralizado que está en manos del presidente y sus camaradas. Rusia y China
son oligarquías “extractivas”: a excepción de unos cuantos miembros de un
grupo, los ciudadanos no tienen acceso a los frutos del poder económico y
político. En ambas sociedades, el Estado de derecho y el sistema judicial
independiente solo existen en el papel. Tanto los oligarcas como los disidentes
saben que si montan cualquier ofensiva política contra el régimen se usará la
ley para aplastarlos.
Los expertos occidentales no
dejan de insistir en que los chinos y los rusos son aliados, no rivales. Es
cierto que, cuando ambos países eran comunistas, llegaron a los golpes en una
fecha tan reciente como 1969. Aun hoy, más que una convicción, el suyo es un
“eje de conveniencia”. Stephen Kotkin ha señalado que el intercambio comercial
entre ellos es mucho menor que el que tienen con Occidente. Pero los dos países
han descubierto una verdad que los mantendrá unidos aún con más fuerza en el
futuro: han aprendido que la libertad de mercado capitalista es lo que permite
a sus oligarquías conservar el control político. Entre más libertades privadas
les permitan a sus ciudadanos, menos demandarán libertades públicas. La
libertad privada –vender y comprar, heredar, viajar, la posibilidad de quejarse
en la intimidad– mantiene el descontento a raya. Más aún, la libertad privada
permite crecimiento, algo imposible bajo control del Estado.
Ahora, a la luz de lo ocurrido
con el vuelo mh17 y del conflicto en Crimea, los
“autoritarios internacionales” enfrentan una disyuntiva: dejar de desafiar a
Occidente o arriesgarse a fracturar la globalización misma.
En la espiral descendente de
ira y recriminaciones por Ucrania, cada una de las facciones del conflicto busca
reducir el grado en que se expone económicamente al otro. Putin ha prohibido
las importaciones agrícolas provenientes de los países que le han aplicado
sanciones, amenaza con cerrar el espacio aéreo siberiano a las aerolíneas
occidentales y quiere reducir la importación de maquinaria alemana y de
tecnología de defensa occidental.
De pronto reaparecen en la
agenda rusa la sustitución de las importaciones y la autarquía, dos ideas que
llevaron al mundo comunista a un callejón sin salida económico. A la vez, los
alemanes quieren reducir su dependencia del gas ruso y los chinos su
dependencia del petróleo que proviene de la volátil zona del Medio Oriente. En
la nueva atmósfera de paranoia mutua,
los Estados no quieren comprar hardware o software que
provenga del otro lado por miedo a que sus sistemas de defensa y de
inteligencia queden expuestos a una filtración. En esta carrera por la
seguridad, los aliados solo quieren hacer negocios con aliados. Los
estadounidenses y los europeos seguramente tratarán de acelerar un amplio pacto
de libre comercio entre ellos para reducir su dependencia de los nuevos
autoritarios.
A la vez, ninguna de las partes
quiere volver a la Guerra Fría, en especial los rusos y los chinos, que
necesitan la globalización para hacer crecer sus economías y para contener el
descontento doméstico. Por el momento, el flujo de importaciones y
exportaciones que realmente se ven afectadas por las sanciones sigue siendo
mínimo, en comparación con los gigantescos volúmenes del comercio global. Sin
embargo, tanto para los líderes de Oriente como para los de Occidente, existe
la tentación de impulsar a sus economías hacia atrás, hacia la autarquía, en
nombre de la autoconfianza, a medida que descubren hasta qué grado su margen de
maniobra política está constreñido por su dependencia económica con el otro
bando. Ninguno de estos líderes quiere destruir la globalización, pero quizá
ninguno de ellos pueda controlar en su totalidad el retroceso hacia un pasado
autárquico.
La autarquía ya gobierna el
mundo virtual de la información. En una era que supuestamente debía traernos
una información global común, basada en un internet sin fronteras, resulta
increíble lo autárquicos que se han vuelto los sistemas de información de cada
uno de los bandos. Hace mucho tiempo que China impuso un control soberano sobre
su internet, y policías espían y patrullan las fronteras de la “Great Firewall”
para asegurarse de que los refunfuños del chat jamás se eleven al nivel de una
amenaza contra el régimen. El Kremlin ha envuelto a su pueblo en una burbuja
propagandística tan efectiva que, como dijo Angela Merkel hace poco, hasta el
mismo Vladimir Putin está encerrado “en su propio mundo”.
A medida que Rusia y China
reducen su grado de exposición económica con el otro y crean universos
paralelos pero cerrados de información, los nuevos autoritarios están
recurriendo a los mercados y a las reservas energéticas de uno y otro. En un
encuentro reciente, Putin y Xi Jinping firmaron un acuerdo energético y de infraestructura
a largo plazo que selló una alianza estratégica de tres décadas. Sus viejas
disputas fronterizas han estado suspendidas desde el acuerdo que suscribieron
en 2005. Después de haber descuidado su lejano oriente durante mucho tiempo,
ahora Rusia acepta la hegemonía de los chinos en la región del Pacífico. Lo que
hace que esta alianza autoritaria sea estable –aunque carezca de amor– es que
China desempeña el papel de la pareja dominante mientras que Putin se encarga
de los gemidos ideológicos.
Lo que Putin deja asentado, con una claridad
ponzoñosa, desde luego, es su resentimiento hacia el “Leviatán liberal”,
Estados Unidos y su red global de alianzas envolventes. En esto, tiene a un
socio dispuesto en China. Mientras que para Occidente Crimea y el vuelo mh17
marcaron el momento en que se desmoronó el orden internacional posterior a
1989, para los rusos y los chinos la fractura ocurrió quince años atrás, cuando
los aviones de la otan bombardearon Belgrado y
alcanzaron a la embajada china. Ese momento unió a los autoritarismos chino y
ruso en el panorama mundial. El precedente de Kosovo –la secesión unilateral de
una gran potencia, orquestada sin el consentimiento de Naciones Unidas– dio a
Putin el pretexto para actuar en Crimea, con la cautelosa aprobación de Pekín.
En los días por venir, no hay
duda de que los autoritarios usarán sus asientos en el Consejo de Seguridad
para defender al dictador sirio y obstaculizar la intervención humanitaria
multilateral en cualquier sitio donde sus intereses estén directamente
involucrados. Ambos países han sido los principales beneficiarios estratégicos
de los reveses estadounidenses en Levante y, si con certeza podemos predecir
más caos y violencia en Medio Oriente, será porque a ambos les conviene
permanecer ahí desempeñando su papel de saboteadores, dejando que Estados
Unidos cargue con toda la culpa de que la configuración estatal se haya
fragmentado, desde Trípoli hasta Bagdad.
Ahora las preguntas
fundamentales son si los nuevos autoritarios tienen estabilidad y si son
expansionistas. Las oligarquías autoritarias pueden tomar decisiones
rápidamente, en tanto que en las sociedades democráticas es necesario luchar
para vencer a la oposición, a la prensa libre y a la opinión pública. También
pueden canalizar sin contratiempos emociones nacionalistas a través de
aventuras militares en el extranjero. Después de la toma de Crimea, los vecinos
de China en Asia deben estar preguntándose en qué momento el régimen de Pekín
empezará a usar la “protección” de los chinos como excusa para entrometerse en
sus asuntos internos.
Sin embargo, las oligarquías
autoritarias también son frágiles. Deben controlarlo todo o pueden perder el
control de todo. Bajo los gobiernos de Stalin y de Mao la aspiración cada vez
mayor que la gente tenía de ser escuchada fue aplastada mediante la fuerza.
Bajo el capitalismo autoritario tiene que permitirse cierto grado de libertad
privada. Pero, a medida que crecen sus clases medias, también lo hacen sus
demandas por expresar su voz política y ese tipo de exigencias pueden resultar
desestabilizadoras. La desestabilización de China llegó en 1989 en la Plaza de
Tiananmén. A fines de 2011 y 2012 manifestaciones masivas en Moscú retaron al
régimen ruso. Ambos regímenes sobrevivieron reprimiendo severamente el
descontento doméstico, proscribiendo la ayuda externa a las organizaciones
internas de derechos humanos y llevando a cabo aventuras militares en el
extranjero, diseñadas para distraer a la clase media con causas nacionalistas
unificadoras.
La nueva agresividad de China
en Asia está impulsada por muchos factores, incluida la necesidad de hallar
suministros energéticos fuera de sus costas, pero también por un deseo de
reanimar a su ascendente clase media en torno a lo que Xi Jinping denomina el
“sueño chino”: una visión estratégica en la que China desplaza a los
estadounidenses como hegemonía regional en Asia.
La administración del
presidente Obama se ha vuelto hacia la región asiática para enfrentar el
desafío chino, pero menospreció a los rusos hasta los sucesos de Crimea. Dio
por hecho que Putin estaba a la cabeza de una sociedad decrépita, deteriorada
demográfica y económicamente. Fue ilusorio pensar así. La abundancia de
recursos naturales de Rusia da a Putin una fuente de ingresos estatales,
mientras que la libertad privada funciona como una válvula de seguridad que
permite al régimen contener el descontento democrático. Los nuevos autoritarios
se encuentran estables, y resulta complaciente suponer que se encaminan al
colapso bajo el peso de la contradicción que existe entre libertad privada y
tiranía pública. Hasta ahora han manejado esta incompatibilidad con suficiente
pericia como para brindar poder a sus gobernantes y riqueza a su pueblo.
Los nuevos autoritarios tampoco
carecen de “poder suave”. Su modelo es atractivo para las élites corruptas y
extractivas de todas partes, incluso en Europa oriental, donde el disidente
húngaro convertido en populista autoritario Viktor Orbán eligió la semana
posterior al derribo del vuelo mh17 para proclamar su visión de
Hungría como una “democracia iliberal”.
Los nuevos autoritarios tampoco
carecen de una aparente legitimidad. El Partido Comunista chino se vende a sí
mismo como una meritocracia, y con cada pacífica renovación de su cúpula
dirigente se fortalece este principio de legitimidad. La de Putin es más
incierta porque su oligarquía es todo menos meritocrática. Para construir el
apoyo popular ha protegido a la Iglesia, ha fomentado una tóxica nostalgia por
Stalin e incluso se ha presentado como el heredero del conservadurismo orgánico
de la intelligentsia rusa del siglo XIX.
Por ejemplo, ordena a sus
gobernadores regionales leer las obras de Ivan Ilyin, pero de seguro no los
volúmenes en los que el conservador antibolchevique reivindicaba un país
redimido por “la conciencia de la ley”. La camerata ideológica
de Putin ha dado nueva vida a Konstantin Leontiev, otro eslavófilo conservador
del siglo XIX, pero no al
Leontiev que públicamente despreciaba la homofobia. En la China y la Rusia
oficiales, la beligerancia contra la igualdad homosexual no es una
característica accidental, sino algo imprescindible para la imagen que tienen
de sí mismas como baluartes contra el decadente relativismo moral de Occidente.
Sin embargo, en particular los
nuevos autoritarios hacen un llamado nacional, no universal, a la legitimidad.
Mao pudo haber alentado a los maoístas desde Perú hasta París, pero el actual
régimen revolucionario no tiene tales ambiciones y resulta poco probable que
Putin proclame, como Stalin, que su país es una inspiración para todos aquellos
que buscan emanciparse del yugo capitalista.
El constante reto de tener la
casa en orden mantiene a raya las ambiciones globales de los gobernantes
chinos. Saben que aún hay varios cientos de millones de campesinos pobres a los
que es necesario integrar a la economía moderna. Pasarán décadas antes de que
su renta per cápita se acerque a niveles occidentales. Putin sabe también lo
miserablemente pobres que todavía son las regiones más alejadas de Rusia
después de quince años bajo su gobierno. Como resultado, ni China ni Rusia
están en posición de abandonar la integración económica mundial, ni pueden apostar
más que a la hegemonía en sus respectivas regiones.
Aun así, todavía no hay
respuesta para la pregunta por la manera en que Rusia y China definen sus
regiones y sus esferas exclusivas de influencia. En particular, las acciones de
Putin han hecho de este un asunto inaplazable. Como exagente de la kgb el
momento de más oscuridad de Putin fue la quema de libros de claves soviéticos
en la sede de la agencia en Dresde, en noviembre de 1989. Seguramente debe
sentir nostalgia por el terror que el Estado soviético era capaz de infundir en
sus enemigos, tanto en el interior como en el extranjero. Putin es un sibarita
del miedo, pero cualquier auténtico maestro del arte del terror debe saber
hasta dónde puede llegar. Aparentemente, Putin comprende los límites de sus
capacidades intimidatorias.
A pesar de su discurso de
“proteger” a los rusoparlantes en el “extranjero cercano”, parece poco probable
que Rusia intervenga en alguno de los Estados bálticos, siempre y cuando el
artículo 5 de la otan sobre la garantía de
seguridad no pierda credibilidad. Putin estará satisfecho con mantener a los
pueblos bálticos en el qui vive, obligándolos a respetar los
derechos de las minorías rusas y a gastar en defensa más de lo que les
gustaría. Tampoco tocará a Polonia, la República Checa, Rumania, Bulgaria o los
Estados balcánicos. Putin acepta que ellos han abandonado su órbita, aunque su
servicio secreto hará todo lo posible para desestabilizar la política de esos
países.
Sin embargo, Georgia y Ucrania
están en la frontera con el mar Negro y esto hace que su posición sea de vital
interés nacional para Rusia. Si cualquiera de los dos cediera a la OTAN el derecho a tener una base en
el mar Negro, eso tendría un efecto en el acceso de Rusia hacia el
Mediterráneo, a través de los estrechos de Turquía y, por lo tanto, limitaría
el papel ruso como potencia en Medio Oriente. Estas preocupaciones estratégicas
serían totalmente reconocibles al conde Gorchákov o a cualquier diplomático
zarista del siglo XIX.
Igualmente tradicional –e igualmente ruso– ha sido que Putin estableciera
relaciones privilegiadas con las cleptocracias musulmanas en su frontera sur.
Desde tiempos zaristas, los corruptos gobernantes musulmanes han sido sus
tributarios.
Puede que los objetivos
estratégicos de Putin sean tradicionalmente rusos, pero es justamente esto lo
que alarma a los nacionalistas ucranianos. Antes del derribo del vuelo mh17,
antes de que redoblara su apoyo a la insurrección del este de Ucrania, era
razonable suponer que sus metas estratégicas eran limitadas y creer que quería
desestabilizar a Ucrania sin necesidad de hacerse cargo de sus múltiples
problemas. También era razonable suponer que se sentía feliz de que Estados
Unidos cargara con el peso de corregir la desplomada economía de Ucrania.
Tras el derribo del vuelo mh17,
después de que las fuerzas ucranianas cercaran Donetsk y cortaran las líneas de
abastecimiento que los insurgentes tenían con la misma Rusia, predecir el
camino que tomará Putin se ha vuelto más complicado. ¿Redoblará esfuerzos una
vez más para romper el cerco de los separatistas? ¿Intentará estabilizar un
enclave ruso y congelarlo en el sitio, tal y como lo ha hecho con
territorios-clientes dentro de Moldavia y Georgia? ¿O hará un recuento de sus
pérdidas y entregará a los separatistas por el bien de una paz geoestratégica y
una mayor integración global? Putin se ha arrinconado a sí mismo y, aunque
buscar la paz parece razonable, no lo ha sido en lo que a Ucrania se refiere.
Tampoco está confrontado con
fuerzas racionales. Ucrania no es un tablero de ajedrez, y los juegos
geoestratégicos que se llevan a cabo allí siempre logran salirse del control de
quienes los inician. Justo debajo de la superficie bullen emociones de fuerza
volcánica, potenciadas por dos narrativas genocidas que compiten entre sí –una,
rusa; la otra, ucraniana–, que se niegan a reconocer la verdad del otro. La narrativa
rusa que presenta a los nacionalistas ucranianos como fascistas explora el
hecho de que, efectivamente, muchos ucranianos dieron la bienvenida a los nazis
durante la invasión de 1941 y algunos se convirtieron en colaboradores de los
alemanes en el exterminio de sus vecinos judíos.
Según la narrativa ucraniana
con la que compite, Putin busca imponer de nuevo el dominio soviético; el mismo
dominio que tuvo como resultado la inanición forzada de millones de campesinos
ucranianos entre 1931 y 1938. En las “tierras de sangre” de Ucrania, la memoria
de aquella hambruna –llamada el Holodomor– confronta la memoria del Holocausto.
No es que los provocadores –quienes explotan este pasado venenoso con el
propósito de dividir– estén solo del lado ruso. Hay nacionalistas ucranianos
armados y enardecidos a quienes nada les gustaría más que provocar al oso ruso.
Se necesitaría apenas una chispa para que Ucrania quedara envuelta en llamas y
los rusos intervinieran, esta vez, con toda su fuerza, a fin de “proteger” a
las etnias rusas consolidando un Estado en el este, contiguo a la frontera
rusa.
Una política occidental
inteligente debe mantener este caldero por debajo del punto de ebullición
ayudando a Ucrania a vencer la secesión lo antes posible. Una vez lograda la
victoria militar, es posible conciliar, y solo entonces Occidente puede usar su
influencia para someter a los extremistas ucranianos que buscan imponer una paz
cartaginense. Los expertos occidentales en constituciones deberían ayudar a
Ucrania a transferir poder a las regiones y a garantizar a los rusoparlantes un
lugar de pleno derecho en el futuro político del país. A largo plazo, Europa
debería darle a Ucrania un itinerario para acceder a la Unión Europea. Las
instituciones financieras internacionales deberían emplear los préstamos
condicionados para obligar a la corrupta élite política ucraniana a hacer una
limpieza en casa. En 1994, cuando Ucrania entregó sus armas nucleares, Estados
Unidos y Gran Bretaña se negaron a garantizar su seguridad. Ahora, tras las
amenazas a la soberanía ucraniana, la OTAN sencillamente
tendrá que hacerlo. La finlandización –neutralidad para Ucrania– no es una
alternativa con la que se pueda trabajar mientras Crimea permanezca anexionada
y continúe el riesgo de un nuevo enclave ruso en Ucrania oriental.
En Europa y en Estados Unidos
resultará difícil persuadir al público, atónito y profundamente temeroso de la
guerra, de que acepte todo esto. Incorporar a Ucrania a la Unión Europea y
protegerla a través de las fuerzas de la OTAN es
decir “más Europa”, algo difícil de vender en una época en que tantos europeos
quieren menos Europa. Muchos reformistas ucranianos y muchos líderes europeos
consideran prematuro unirse a la OTAN.
Por reticentes que se muestren
los europeos, permitir que Europa se divida en dos, mientras a las puertas de
la frontera sureste languidecen naciones como Ucrania, es una receta para que
estalle la guerra civil y se dé el expansionismo ruso. Hasta que ocurrió el
derribo del vuelo mh17 resultaba
imposible convencer al electorado de Europa occidental de que esto es así. A
partir de lo sucedido con el vuelo mh17,
se ha vuelto más fácil.
El reto más difícil consiste en
imponer sanciones a los rusos sin lanzarlos a los brazos de los chinos.
Mantener las líneas abiertas para estos dos autoritarios, mientras se obliga a
uno a pagar el precio por el derribo del vuelo mh17 y por Crimea, requiere de un
criterio sofisticado. Esto es más que un mero ejercicio de compensación de
señales a los competidores autoritarios. Lo que está en juego en esta
calibración de sanciones es la dirección que tomará la globalización en el
futuro, tanto si la economía mundial se inclina hacia una mayor apertura como
si lo hace en dirección a la autarquía.
Es necesario diseñar una
política para no volver a caer en la autarquía, sobre todo en medio de un clima
de furia y recriminación. Una economía internacional abierta –en la que los
mercados de capitales no estén politizados, y en la que pueblos libres comercien
con los que no lo son– ha sido, en general, algo bueno para todos, aun cuando
significa que los regímenes autoritarios son capaces de estabilizar un orden
extractivo y predador.
Si la globalización ha sido
algo bueno para la democracia liberal y para el capitalismo autoritario, es
importante no ahondar la separación que existe entre ellos y orillarlos hacia
un abismo infranqueable. Hay quienes sentirán que es refrescante odiar a Putin
y gente de su calaña, pero esa es una guía muy pobre para establecer una
política. El único orden global que tiene alguna oportunidad de mantener la paz
es un orden pluralista que acepte que existen sociedades abiertas y sociedades
cerradas; algunas libres y otras autoritarias. Un orden pluralista es aquel en
que vivimos con líderes que apenas podemos tolerar y sociedades cuyos
principios tenemos buenas razones para despreciar.
Podemos y debemos contener a
los nuevos autoritarios, pero hace falta recordar que la doctrina de contención
de George Kennan no buscaba derribar los regímenes autoritarios de su tiempo ni
tampoco convertirlos a la democracia liberal. Más bien, su doctrina pretendía
evitar la guerra en un mundo pluralista y darle a la democracia liberal el
tiempo necesario para crecer y prosperar en una competencia pacífica con el
otro bando. Quienes hacen un llamado para que exista un frente ideológico
unido, un credo liberal combatiente, harían bien en recordar lo que respondió
Isaiah Berlin cuando se le pidió un credo entusiasta para los liberales de la
Guerra Fría:
En verdad no creo que la
respuesta al comunismo sea una fe contraria, de igual fervor y militancia,
etcétera, porque hay que luchar contra el demonio con las mismas armas que el
demonio. Para empezar, nada es más propenso a la creación de una “fe” que
reiterar constantemente que la buscamos, que debemos encontrarla, que estamos
perdidos sin ella, etcétera.
Durante la Guerra Fría la
autodramatización ideológica llevó a Estados Unidos al macarthismo y al
aventurismo militar en el extranjero, desde Vietnam hasta Nicaragua. Además, no
es nada convincente involucrarse en una batalla ideológica en el extranjero a
favor de la democracia liberal, cuando resulta tan evidente que primero se
necesita renovarla en casa.
El poderío estadounidense no ha
perdido su arrolladora credibilidad, siempre y cuando se use en pequeñas
cantidades, con perspicacia y cuidado. El verdadero problema es la disfunción
democrática que existe en casa: el impasse que se ha extendido
a lo largo de toda una generación entre el Congreso y el Ejecutivo, lo
polarizadora y poco realista que se ha vuelto la discusión política, el
estrepitoso fracaso para controlar el denigrante poder que tiene el dinero en
la política, mientras que la desigualdad es más flagrante que nunca. El
resultado es el debilitamiento de los bienes públicos compartidos y una
desilusión cada vez más grande con la democracia misma. Otras democracias
enfrentan retos parecidos pero logran contrarrestar la influencia del dinero
sobre la política y han podido lograr de nuevo un equilibrio de su sistema
político para que el Ejecutivo y el Legislativo funcionen con efectividad. En
la guerra de ideas con los nuevos autoritarios es bueno saber que hay una gran
variedad de democracias liberales a la vista, una gran variedad de formas
posibles de “llegar a Dinamarca”.
Sin embargo, la estadounidense
sigue siendo la democracia cuya salud determina la credibilidad misma del
modelo liberal capitalista. El medio siglo transcurrido desde la guerra de
Vietnam no ha sido una época feliz para Estados Unidos, ni en lo doméstico ni
en lo internacional, pero una serie de tenebrosas narrativas acerca del declive
secular estadounidense, por mucho ahínco con el que los enemigos de Estados
Unidos puedan absorberlas, parece hacer a un lado la histórica capacidad de los
estadounidenses para renovarse institucionalmente: en la era progresista, el
New Deal, la Nueva Frontera. Tampoco toma en cuenta los datos duros respecto a
la posición dominante que tienen las compañías estadounidenses en las
tecnologías que están moldeando el siglo XXI.
Si Vladimir Putin y Xi Jinping
–e incluso el Estado Islámico– apuestan por el declive de Estados Unidos llevan
todas las de perder. A la vez, no cabe duda de que Richard Haass, presidente
del Consejo para Relaciones Exteriores, está en lo cierto cuando afirma que una
política exterior capaz de enfrentar el doble reto del nuevo autoritarismo y
del nuevo extremismo debe comenzar con un esfuerzo sostenido de construcción
nacional.
De continuar la disfunción
democrática, se corre el riesgo tanto de una parálisis interna como de un
horrendo afán de aventuras militares en el exterior, en vista de que las
administraciones estadounidenses –igual que sus rivales autoritarios– se vean
tentadas a distraer el descontento doméstico con guerras en el extranjero.
Después del vuelo mh17,
Crimea, el sangriento califato que crece en las riberas del Tigris, y la
creciente tensión en el mar de China, no necesitamos violentas aventuras en el
extranjero y menos aún palabras que no estén sustentadas en acciones.
Necesitamos una Europa y un Estados Unidos cuyos pueblos vuelvan a creer en sus
propias instituciones y en sus reformas, y acepten la oportunidad de probar de
nuevo que son capaces de sobrevivir a sus adversarios, tanto autoritarios como
extremistas.
Revista LETRAS LIBRES.
Abril/2017
Publicado originalmente en The New York Review of Books
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En Tarancón: Opinión y
Cultura