Cuento corto
PETRUS. El pececillo que
no quería ser diferente
Petrus
era un pececito, de una especie vulgar, del tamaño de un boquerón, pequeño y
gris, nacido de unos padres también pequeños y grises, que vivía camuflado en
la masa gris de miles y miles de peces de su mismo color y aspecto y que se
movía ágil al ritmo que marcaba la bandada, ese extraño compás al que se mueven
al unísono los bancos de peces y las bandadas de aves y también algunas manadas de mamíferos, como siguiendo órdenes que nadie parece dar;
y Él se encontraba a gusto en esa
multitud disciplinada que le transmitía la seguridad de pertenecer a una masa
organizada para alimentarse y defenderse con sus movimientos rítmicos y
automáticos del ataque de los predadores de mayor tamaño empeñados en
comérselos.
Pero un buen día a Petrus
le sucedió algo extraño, de repente descubrió que su cuerpo cambiaba de color
sin previo aviso, como unos extraños animales que le habían contado que vivían
en tierra firme, que cambiaban de color para protegerse de sus enemigos y camuflarse
entre ramas, tierra u hojas verdes para hacerse invisibles a sus enemigo y les
llamaban camaleones. Pero el pobrecillo no podía cambiar a voluntad, el cambio de color le
venía de repente, sin avisar, a veces después de una de las muchas reflexiones
que invadían su cabeza, que tampoco eran premeditadas, sino caprichosas e
incontrolables, quizás propiciadas por cosas que veía y no entendía.
Así, Petrus
era casi siempre gris como el resto, pero otras veces se tornaba azul, o rojo o amarillo; y sus amigos, los que como
él pertenecían a aquella comunidad acompasada y triste, comenzaron a alejarse
cada vez más de él, porque si eran atacados por un tiburón azul, Petrus quizás
por el susto, se teñía de Verde, o de Rojo, o de amarillo, y el tiburón se
lanzaba a por él, y éste nunca comía un solo pez, sino los que cupiesen en su
bocaza llena de afilados dientes. Y cuando les atacaba un predador rojo, Petrus
se tornaba azul, o amarillo, o anaranjado, o verde, y así sucesivamente;
parecía tener el don fatal de ir siempre con el color menos conveniente.
Petrus se las apañó una y otra vez para evitar ser
comido, pero no fueron tan afortunados los que se encontraban cerca de él y la
bancada de pececillos, reunida en asamblea, decidió expulsarlo, diciéndole que
no se acercase a ellos porque atraía la fatalidad a los que tenía cerca. Todos
tenían asumido que tenían muchas posibilidades de ser comidos por peces
cazadores mayores que ellos y de colores diversos, pero estar junto a él,
suponía que la posibilidad de ser devorados se convertía en casi una absoluta
certeza.
Petrus comprendió que hasta que no aprendiese a
controlar aquellos caprichosos cambios de color no podría volver a la acogedora
tribu; y lleno de tristeza se marchó hacia la soledad más absoluta. Y allí, solo,
se dio cuenta de que efectivamente, eran sus pensamientos y sus miedos
irracionales los que le hacían cambiar de color. Pronto aprendió a buscar por
si mismo su comida y también a protegerse detrás de piedras, corales y algas
para evitar ser visto por los cazadores.
Pasó el tiempo y aprendió a vivir con ese
problema, e incluso empezó a gustarle tener color, aunque fuese cambiante,
tenía una extraña sensación de libertad que le compensaba de no disfrutar de la
seguridad de la pertenencia a una multitud. Y al poco tiempo se dio cuenta de que
podía controlar su color, siempre mediante la reflexión, aunque definitivamente
descartó la posibilidad de llegar a cambiar de repente, porque siempre necesitaba de un pensamiento firme,
una reflexión profunda y un convencimiento inequívoco.
Petrus, un buen día, casi sin proponérselo, entre
algas y corales, entre conchas y rocas, encontró pareja: una hembrita linda y
alegre, también de color vivo. Se produjo un flechazo repentino, y poco tiempo
después, ella puso centenares de huevecillos que al eclosionar se transformaron
en bandada, parecida, aunque más pequeña a aquella en la que viviera Petrus,
pero ésta estaba formada por cientos de pececillos de múltiples colores que
también danzaban rítmicamente siguiendo un compás que nadie marcaba y
disfrutando de la mutua compañía sin que sintieran la necesidad de expulsar a
nadie por ser distinto.
A partir de ese momento Petrus
volvió a cambiar de color al ver a su numerosa y colorida prole, porque de
pronto se dio cuenta de que se alegraba de que le hubiesen expulsado de aquella
multitud gris, sólo ocupada en comer y sobrevivir y huyendo de complicadas reflexiones.
Petrus
descubrió entonces que había alcanzado la madurez y su brillante color y su
sensación de libertad le acompañarían
hasta el final de sus días.
Aunque esto sólo lo supongo, porque a partir de
tomar conciencia de sí mismo, se dedicó a viajar por los confines de los mares
y yo le perdí la pista.
FIN
Pedro
López Ocaña