jueves, 8 de septiembre de 2016

RINCON LITERARIO



Cuento corto



PETRUS. El pececillo que
no quería ser diferente





       Petrus era un pececito, de una especie vulgar, del tamaño de un boquerón, pequeño y gris, nacido de unos padres también pequeños y grises, que vivía camuflado en la masa gris de miles y miles de peces de su mismo color y aspecto y que se movía ágil al ritmo que marcaba la bandada, ese extraño compás al que se mueven al unísono los bancos de peces y las bandadas de aves y también algunas manadas de mamíferos, como siguiendo órdenes que nadie parece dar; y Él se encontraba a gusto en esa multitud disciplinada que le transmitía la seguridad de pertenecer a una masa organizada para alimentarse y defenderse con sus movimientos rítmicos y automáticos del ataque de los predadores de mayor tamaño empeñados en comérselos.

       Pero un buen día a Petrus le sucedió algo extraño, de repente descubrió que su cuerpo cambiaba de color sin previo aviso, como unos extraños animales que le habían contado que vivían en tierra firme, que cambiaban de color para protegerse de sus enemigos y camuflarse entre ramas, tierra u hojas verdes para hacerse invisibles a sus enemigo y les llamaban camaleones. Pero el pobrecillo  no podía cambiar a voluntad, el cambio de color le venía de repente, sin avisar, a veces después de una de las muchas reflexiones que invadían su cabeza, que tampoco eran premeditadas, sino caprichosas e incontrolables, quizás propiciadas por cosas que veía y no entendía.

       Así, Petrus era casi siempre gris como el resto, pero otras veces se tornaba azul,  o rojo o amarillo; y sus amigos, los que como él pertenecían a aquella comunidad acompasada y triste, comenzaron a alejarse cada vez más de él, porque si eran atacados por un tiburón azul, Petrus quizás por el susto, se teñía de Verde, o de Rojo, o de amarillo, y el tiburón se lanzaba a por él, y éste nunca comía un solo pez, sino los que cupiesen en su bocaza llena de afilados dientes. Y cuando les atacaba un predador rojo, Petrus se tornaba azul, o amarillo, o anaranjado, o verde, y así sucesivamente; parecía tener el don fatal de ir siempre con el color menos conveniente.

       Petrus se las apañó una y otra vez para evitar ser comido, pero no fueron tan afortunados los que se encontraban cerca de él y la bancada de pececillos, reunida en asamblea, decidió expulsarlo, diciéndole que no se acercase a ellos porque atraía la fatalidad a los que tenía cerca. Todos tenían asumido que tenían muchas posibilidades de ser comidos por peces cazadores mayores que ellos y de colores diversos, pero estar junto a él, suponía que la posibilidad de ser devorados se convertía en casi una absoluta certeza.

       Petrus comprendió que hasta que no aprendiese a controlar aquellos caprichosos cambios de color no podría volver a la acogedora tribu; y lleno de tristeza se marchó hacia la soledad más absoluta. Y allí, solo, se dio cuenta de que efectivamente, eran sus pensamientos y sus miedos irracionales los que le hacían cambiar de color. Pronto aprendió a buscar por si mismo su comida y también a protegerse detrás de piedras, corales y algas para evitar ser visto por los cazadores.

       Pasó el tiempo y aprendió a vivir con ese problema, e incluso empezó a gustarle tener color, aunque fuese cambiante, tenía una extraña sensación de libertad que le compensaba de no disfrutar de la seguridad de la pertenencia a una multitud. Y al poco tiempo se dio cuenta de que podía controlar su color, siempre mediante la reflexión, aunque definitivamente descartó la posibilidad de llegar a cambiar de repente, porque  siempre necesitaba de un pensamiento firme, una reflexión profunda y un convencimiento inequívoco.

       Petrus, un buen día, casi sin proponérselo, entre algas y corales, entre conchas y rocas, encontró pareja: una hembrita linda y alegre, también de color vivo. Se produjo un flechazo repentino, y poco tiempo después, ella puso centenares de huevecillos que al eclosionar se transformaron en bandada, parecida, aunque más pequeña a aquella en la que viviera Petrus, pero ésta estaba formada por cientos de pececillos de múltiples colores que también danzaban rítmicamente siguiendo un compás que nadie marcaba y disfrutando de la mutua compañía sin que sintieran la necesidad de expulsar a nadie por ser distinto.

       A partir de ese momento Petrus volvió a cambiar de color al ver a su numerosa y colorida prole, porque de pronto se dio cuenta de que se alegraba de que le hubiesen expulsado de aquella multitud gris, sólo ocupada en comer y sobrevivir y huyendo de complicadas reflexiones.

       Petrus descubrió entonces que había alcanzado la madurez y su brillante color y su sensación de libertad  le acompañarían hasta el final de sus días.

       Aunque esto sólo lo supongo, porque a partir de tomar conciencia de sí mismo, se dedicó a viajar por los confines de los mares y yo le perdí la pista.

FIN

Pedro López Ocaña

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