La tía Danzanta
A MODO DE INTRODUCCIÓN
En el I
relato de La Gaveta, María Rius, cuando preguntaba al caminante por aquellas
cosas y personas que recordaba de su añorado Tarancón, entre otras, cita “la cueva
de la Danzanta”. En el relato que sigue a estas líneas, no nos dice si la tía
Danzanta vivía en alguna de las cuevas del Camino Real de Cuenca, es decir, de
la Cuesta de la Bolita.
Si aquella
Danzanta y la Tía Danzanta eran la misma persona, no lo podemos saber a ciencia
cierta, pero es posible que sí, y su vida no fue un camino de rosas, pero al
parecer era un personaje real, una mujer valiente y luchadora que sacó adelante
a base de mucho trabajo y privaciones a sus hijos, con una valentía y dignidad
que sólo las madres son capaces de sacar de su interior, y esoa pesar de los
muchos disgustos que le trajo un marido bebedor, vago y pendenciero.
María nos
describe a la perfección un Tarancón muy pobre, con barriadas en las que se
cebaba la falta de trabajo y oportunidades, es decir: la pobreza.
― P.L.O. ―
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La tía Danzanta
Era un
manojo de nervios, sufrida y fuerte como el tronco de un olivo. Las arrugas que
grababan su frente parecían fecundos surcos de besana. Tenían sus brazos
nervudos y sarmentosos el patético escalofrío de la cepa desnuda. Su mano era
raíz que ahondaba en la faena por un instinto de conservación. La vida había
sido dura con ella.
Tantos años
tenía, que había perdido la cuenta. “Allá cuando los carlistas”, solía decir,
recordando sus años mozos. Todavía
seguía trabajando para ganar el pan que comía. Mantenía las fuerzas, gracias a
su constante actividad y la tonificante ‘sopeta de vino’* que tomaba después
del sopicaldo. Era una miaja* de pan, mojada en tinto, que le daba calor a la
entraña y la libraba de histéricos* y flatos*.
Aquella
viejecita tan menuda, tan pulida, tan pizpireta, parecía una figurita del belén
de los niños. Tenía un andar airoso, los años no habían podido encorvar su
busto erguido, galleante* y retador; porque no desdeñaba la pelea cuando le
buscaban las cosquillas. Amplias sayas, jubón ceñido, toca de merino y pañuelo
de cuatro puntas a la cabeza, componían su indumentaria de gala, con aquellas
botas de agujetas, que eran todo un poema. Databan de largos años, tal vez de
la guerra de los carlistas. Sólo las calzaba en las grandes solemnidades y los
domingos para ir a misa; les tenía un respeto y unas atenciones como si se
tratara de cosa sagrada. Cuando se las quitaba, después de bien lustradas, las
volvía a guardar envueltas en un trozo de bayeta en el cofre de piel de cabra
que tenía a los pies de la cama, sobre unos banquillos de madera. Los demás
días calzaba unos zapatos de pana. Debía haber sido moza de grandes atractivos
y muy graciosa. Se enamoró de un real mozo, bien parecido, ignorando la suerte
que le esperaba; lo vio danzar en las fiestas del lugar y quedó prendada de su
destreza. Se casó con él y después vino el desengaño, porque a aquel hombre
sólo le gustaba la borrachera y la diversión. Rehuía el trabajo y, cuando no
estaba en la taberna, se pasaba el tiempo entre el serijo* de zalea* y el jergón
de la cama. Tuvieron varios hijos que ella sola sacó adelante asistiendo en las
casas; haciendo recados y lavando ropa en el río y en los tinajones de los
corrales. Cuando venían los hielos, la vida de aquella mujer era una tragedia,
afrontada con valentía heroica. Cuando se emborrachaba el marido, la insultaba
y en sus carnes dejaba las huellas de las palizas. Más de una vez se quedaron
sin comer, bien porque volcara la sartén de las gachas o estampara el puchero
de las judías en una valentonada de borracho. La mujer tenía que matarse
trabajando para que aquellas criaturas no muriesen de hambre; el marido no solo
holgazaneaba sino que la obligaba con amenazas a mantenerlo y a pagarle los
vicios. A veces la tomaba con los chicos, y ella, para evitar represalias
brutales, no tenía más remedio que ceder. En el fondo no era mal hombre y, en
los escasos ratos que conservaba su lucidez, era ocurrente y ameno. Con los
suyos se mostraba cariñoso, pero en cuanto bebía lo echaba todo a perder y se
volvía brutal. Para los chiquillos tenía un atractivo especial cuando estaba
sobrio y nos asombraba con sus profecías y refranes de Almanaque Zaragozano. Lo mirábamos como un ser mitad bruto,
mitad sabio. De todo entendía un poco, sus respuestas a cualquier pregunta o
consulta eran contundentes. Cuando tratábamos de ocultar las consecuencias de
nuestras travesuras, por miedo a la reprimenda familiar, a él recurríamos en
busca de remedio: “Tío Zacarías, que se me ha metido una paja en el ojo”. ‒“Suelta
un salivazo y reza un padrenuestro…”
En las
escalabraduras* nos aplicaba una tela de araña y en los procinos* una perra
gorda que sujetaba con el moquero, rodeándonos la cabeza. Recuerdo aquella vez
que le llevamos el recental* blanco que nos habían regalado en Nochebuena, para
consultarle como debíamos alimentarlo, porque se había negado a comer. Después
de examinarlo bien, movió con pesimismo la cabeza y nos dijo: “No tiene
remedio, este cordero está repiso* de haber nacío”. Y efectivamente, aquella
noche se murió.
Tocaba el
acordeón y sus piezas preferidas tenían todas una cadencia dulzona, sensual, de
lejanas tierras tropicales. Había estado en la guerra de Cuba y sentía la
nostalgia del bohío*, los danzones* con las mulatas y el licor de caña.
Conservaba una fotografía, muy borrosa, vestido de soldado; uniforme de dril*
rayado, chacó* y alpargata valenciana. Era el único retrato que se había hecho
en su vida y estaba colocado en un marco de rafia a la cabecera de la cama.
Vivió bastantes años, pero un día sin duda se sintió repiso de haber nacío y se
marchó al otro mundo dejando a la viuda muy consolada y dando gracias a la
Virgen por haberla escuchado en sus ruegos. Éstos eran sobrevivir al marido
tres años por lo menos, con el fin de conocer la tranquilidad y disfrutar a su
manera, sin sobresaltos ni palizas. Cuando se vio sola, no supo qué hacer de su
libertad. Sus hijos entonces estaban bien colocados; le habían comprado una
casita y atendían sus necesidades. No tenía por qué preocuparse, pero el
trabajo estaba tan arraigado en ella que no podía permanecer ociosa y mendigaba
servicios y faenas sin remuneración, con el solo afán de ser útil. Si notaba
resistencia en complacerla por miramientos a su edad, entonces soltaba con
todas sus energías un “pelotero barco, todavía valgo” y se salía con la suya.
Iba todos
los días a misa y después se la veía por las calles, arrebujada en la saya que
se echaba por la cabeza a manera de manto, haciendo recados en las casas
ayudando en las faenas. En el rescoldo de la chimenea siempre tenía dispuesto
un puchero de barro con las sopas o las judías que cocían parsimoniosamente,
arrimadas al montón de paja que servía de combustible.
Algunas
noches le hacíamos compañía alrededor del fuego, escuchando sus leyendas y
canciones. Recuerdo una, por la cual tenía predilección:
Si vas a la
fuente a por agua
me lavarás
este hatillo* de ropa,
con gusto y
gana.
Que la niña
del amor
lava la ropa
a gusto
y sin jabón
se lava,
la tiende,
la plancha.
Nos gustaba
hacerla rabiar y ella se divertía con nuestras fechorías, pero lo disimulaba
poniendo una cara muy circunspecta y soltando “pelotero barco”, que era la
rúbrica de sus estados de ánimo.
Cumplido el
plazo para disfrutar de su viudez, la Virgen Santísima acudió a la cita y un
buen día se la llevó de la mano despacito, sin hacer ruido…
Se fue con
sus botas tan lustradas, tan pulidas. Su cuerpo pulcro, ligero, casi etéreo,
apenas si dejó huella en el lecho de su muerte.
María Rius Zunón.
LA GAVETA, pág. 25.
IV relato.
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GLOSARIO DE
TÉRMINOS EN DESUSO
*Boío: Cabaña de América hecha de madera y ramas, cañas o
pajas, y sin más respiradero que la puerta.
*Chacó: Morrión propio de la caballería ligera, y aplicado
después a tropas de otras armas.
*Danzones: Baile cubano similar a la habanera.
*Dril: Tela fuerte o de hilo o algodón crudos.
*Escalabradura: Descalabradura, herida recibida en la cabeza.
*Flatos: Acumulación molesta de gases en el tubo digestivo. O
bien, Melancolía, tristeza.
*Galleante: Presumir de hombría, alzar la voz con amenazas y
gritos. Enfurecerse con alguien diciéndole injurias.
*Hatillo: Hato o lío de ropa pequeño.
*Histérico: Muy nervioso y alterado, arrebato de histeria. Anque no venga en el diccionario, creo que se
confunde con la palabra “estérico”, que no viene en el diccionario y que en
Tarancón llamamos así a la regurgitación que nos viene a la boca de ácido del
estómago mezclado con el sabor muy desagradable de la comida a medio digerir.
*Miaja: Migaja, porción pequeña de algo. Desperdicios o sobras
de alguien que aprovechan otros.
*Morrión: Prenda del uniforme militar a manera de sombrero de
copa sin alas y con visera.
*Procino: Procede de “brocino”: chichón muy abultado en la
frente. Se ponía sobre él una moneda con un vendaje prieto para intentar
rebajarlo.
*Repiso: Arrepentido.
*Recental: Cordero que todavía mama.
*Serijo de zalea: Asiento cilíndrico bajo fabricado con esparto tejido,
normalmente alrededor del fogón de la chimenea. Cuando la parte del asiento se
forraba de piel de cabrito o cordero, era un Serijo de Zalea.
*Sopeta de vino: o “poza”, consistente en una rebanada grande de pan,
rociada con vino tinto y espolvoreada de azúcar. Se nos daba como merienda a
los chavales, pero se alternaba cada día con otra modalidad de poza: de aceite
con azúcar, mantequilla, sobrasasa, etc… o bocadillos de fiambre.
P. L. O.
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En Tarancón:
Opinión y Cultura
Pedro López Ocaña
26-11-2020