GERARD BRENAN Y ESPAÑA
Siempre que he querido
contrastar opiniones y datos de algún historiador español sobre nuestro
convulso siglo XX, he acudido a los hispanistas anglosajones, como hug Thomas o
Paul Preston, pero tenía una laguna grande con Gerald Brenan, aunque había oído
hablar mucho de él, sobre todo cuando se divulgó que había sido acogido por Alhaurín
el Grande, un pueblo de la Alpujarras –donde vivió y aprendió a amar aquella
tierra y manifestó su deseo de ser enterrado allí–, siempre me dio la sensación
de que debía ser un hispanista de segunda o de tercera categoría y nunca
conseguí encontrar un libro suyo en las librerías próximas ni en aquella
inolvidable revista del Círculo de Lectores, que de tanta ayuda nos fue a los
jóvenes en los años 65/80, cuando en nuestro pueblo era casi imposible
encontrar ediciones recientes o autores europeos y sudamericanos.
He intentado hacerme con el
libro “El Laberinto Español” vía internet, pero siempre lo encuentro agotado o sencillamente,
en algunas librerías digitales o tradicionales ni figuraba en su fondo
editorial. Pero hace unos días, curioseando por la red, encontré este artículo,
que reproduzco por si alguien más está interesado en este escritor, ya que para
mí era casi un absoluto desconocido, sobre todo en lo concerniente a su biografía
y personalidad.
La revista en cuestión se llama
LETRAS LIBRES y se edita a la vez en Méjico y España. A falta de leerla más a
fondo, me ha parecido muy interesante. Os adjunto un enlace por si queréis darle
un vistazo.
P.L.O.
En Tarancón: Opinión y
Cultura
Gerald Brenan en el laberinto español
31 mayo 2003
Gerald Brenan (Malta, 1894-Alhaurín el Grande, Málaga, 1987) ha sido uno
de los escritores ingleses del siglo XX más com plejos en su lucha por
formalizar su obra. Fue poeta, novelista, ensayista literario, historiador y
memorialista, pero quiso ser, sobre todo, poeta y novelista, sin conseguirlo a
pesar de sus denodados esfuerzos y de los buenos momentos de algunas de las
tres novelas que publicó. En cambio, sin habérselo propuesto nunca de manera
profesional, resultó ser uno de los más grandes hispanistas: obras como El
laberinto español. Antecedentes sociales y políticos de una gran tragedia: la
Guerra Civil (1943; en España, 1962, Ruedo Ibérico, París), Al
sur de Granada (1957; en España, 1974) e Historia de la
Literatura española (1951; en España, 1984), pueden considerarse
aportaciones ejemplares en su género. Sin embargo, a pesar de su erudita y
lúcida incursión en la historia de España, no volvió a retomar el tema, salvo
de manera mucho más liviana, aunque con observaciones valiosas, en La
faz de España (1950; en España, 1996), resultado del viaje realizado
con su esposa, la poeta norteamericana Gamel Woolsey, por algunos lugares
españoles en 1949, antes de establecerse definitivamente en nuestro país. Su
interés por la literatura española fue, quizá, más constante: a la importante
obra mencionada (que en inglés es en realidad Historia de la literatura
del pueblo español, ya que se remonta a la literatura latina realizada por
autores nacidos en la Península y abarca la producción en gallego y catalán,
además de la castellana) hay que sumar la biografía Juan de la Cruz (1973)
y el erudito estudio sobre la copla. Sabemos, gracias a su biógrafo
Jonathan Gathorne-Hardy,1 que dedicó muchos años a investigar
la persona y la obra de Teresa de Jesús, pero no logró escribir su biografía y,
finalmente, quemó todos los numerosos materiales. Es curioso que, siendo un
especialista en la materia, pasara tan deprisa sobre la figura de la gran
escritora mística en su mencionada historia de la literatura española.
La complejidad de Brenan es de orden biográfico,
porque los diez libros que publicó (exceptuando las mencionadas novelas) son el
testimonio culto, cuando no claramente erudito, de una mente ordenada y lúcida;
es más: de un verdadero escritor en el que se alían la imaginación y el rigor.
Por otro lado, pocos ensayistas e historiadores han escrito tan bien, y pocos
han tenido una cultura tan completa. Cualquier lector de La faz de
España puede observar que a sus dotes de observación de la vida
cotidiana suma conocimientos de historia y literatura, pero también de geología
y botánica: el campo de Brenan no es un lugar donde hay accidentes geográficos,
cultivos y árboles, de manera genérica, sino que conoce al detalle toda su
variedad y características. Lo diré con otras palabras: Gerald Brenan es un
verdadero ensayista, un espíritu libre, alejado de lo académico pero no del
saber. Su perspicacia y capacidad para unir la idea al ejemplo, para comparar
periodos distantes u obras de culturas aparentemente separadas es reveladora y
admirable. Por otro lado, fue un hombre tocado por un refinado escepticismo,
además de ser ajeno a toda actitud maniquea, cualidades éstas que han otorgado
a su obra un lugar alto y una mínima influencia, salvo, es cierto, en algunos
historiadores ingleses, como Raymond Carr y Paul Preston. Entre los españoles,
a pesar de cierta re tórica sobre su figura, apenas si encontramos huellas de
su presencia, quiero decir, de sus libros. En parte se ha debido a lo tardío de
su publicación en España, algo que no siempre se justifica por la censura
franquista ya que es, una vez más, prueba de cierta dejadez e indiferencia.
Torrente Ballester, que prologó en 1984 la edición española de Historia
de la literatura española, le rinde un discreto homenaje, pero aclara que
él no la recomendaría como libro de texto (asomando, a pesar del elogio previo,
la mirada académica que supone mera opinión o extravagancia los trabajos que no
se adaptan a la árida y estéril tradición profesoral al uso). Julio Caro
Baroja, que fue amigo suyo, apenas si dice nada de él en su libro de
memorias Los Baroja... ¿Para qué seguir?
Casi por inercia, se habla de la visión romántica
que Gerald Brenan tuvo de España. De hecho, hay razones para pensarlo: Brenan
fue un apasionado lector de los románticos ingleses y franceses, y, en cuanto a
la historia se refiere, en todos sus libros lo vemos referirse al espíritu de
los pueblos (ciertamente, a la Fichte). Aunque es obvio que amaba el paisaje
español y gustaba de sus gentes, no tuvo nunca una noción idealizada de los
españoles, como de ningún pueblo. Le gustaba pensar, con Napier, que los
españoles tienen más virtudes y menos vicios que otras gentes pero que sus
virtudes suelen ser pasivas y sus vicios, activos. Los españoles son soñadores
y realistas, poco introspectivos, impulsivos y honestos, sinceros y
destructivos, independientes, alegres y generosos, tercos y de poca
imaginación, afirma aquí y allá, pero este tipo de aseveraciones son el
resultado de una observación minuciosa de nuestros comportamientos y de una
lectura atenta de nuestra literatura. Brenan no dice que éstas y otras
características sean inamovibles sino que han caracterizado a los españoles
hasta ahora. A esto hay que añadir que Brenan vivió, sobre todo, en poblaciones
pequeñas, y, como en el caso de Yegen, en una aldea que apenas si había
cambiado en cientos de años. Los otros lugares fueron Churriana, un pequeño
pueblo en la Hoya de Málaga, y Alhaurín el Grande. Pero los retratos y
observaciones que nos ofrece en Al sur de Granada hay que
compararlos con las reflexiones históricas y del orden de las ideas que lleva a
cabo en El laberinto español desde la restauración (1874) al
comienzo de la Guerra Civil (1936). Ciertas características de su personalidad
lo atraían hacia esa interioridad inaccesible y enigmática, pero, hombre dual,
otras lo impulsaban hacia la plaza pública, hacia el presente de la historia.
Se aisló durante varios años en una gris aldea de las Alpujarras, huyendo de su
familia y de la mentalidad eduardiana, que arrastraba los atosigantes modos
victorianos, pero leía a Gibbons, Bertrand Russell y Virginia Woolf, además de
al castizo Menéndez Pidal. Si los románticos solían ser progresistas o
reaccionarios, Brenan difícilmente encaja en ninguno de estos marbetes. Tras el
estallido de la Guerra Civil se marcha a Inglaterra, pero no se entrega a
escribir una novela heroica sobre la pasión constructiva/destructiva de los
españoles sino un erudito estudio histórico con el que quiso explicar y
explicarse ese estallido sangriento. No obstante, a cierta pregunta de Raymond
Carr contestó que no era la historia sino la novela la que podía acceder a la
verdad, pensando tal vez en que un historiador puede ser discutido y refutado
por otro respecto a ciertos hechos pero el novelista, digamos Tolstoi, por el
que sentía gran admiración, no puede ser refutado: logró perdurar gracias a que
en sus mejores momentos supo mostrarnos un pedazo irreducible de la realidad,
fuera la Historia (La guerra y la paz) o el espíritu atribulado de una
enamorada fiel a su fatalidad (Anna Karenina). Aunque debo
hacer hincapié en que esta respuesta hay que entenderla también en el orden
biográfico: Brenan, gran admirador de Pérez Galdós, estaba escribiendo una
inmensa novela, Segismundo, basándose en la amplia investigación
que había llevado a cabo, pero, como tantos otros trabajos suyos, fue sometido
al fuego purificador, y al parecer con el mejor de los criterios.
El mismo Brenan dijo de sí mismo que era un
romántico en cuanto a las ideas y sentimientos y un clásico en cuanto al
estilo. Es decir: un romántico rectificado. Ese estilo no fue mera cáscara o
retórica sino una actitud mental y espiritual no menos potente que la que
informaba a su romanticismo. Brenan sentía poca atracción por la vida ordinaria
y burguesa (en la que se crió); era idealista y, siguiendo el manifiesto
de Walden de Henry Thoreau y el ejemplo de Rimbaud, se escapó
de casa a los 18 años, recorriendo en invierno y a pie, en compañía de su amigo
Hope-Johnstone, y en parte en solitario, Francia, Italia y Yugoslavia: más de
2,500 kilómetros de ascesis y penalidades no ajenas a su posterior interés por
Santa Teresa y San Juan. Pero Brenan, lector voraz capaz de no perder su
jornada de lecturas ni en las trincheras, leyó, sobre todo, la Decadencia
y ruina del imperio romano, una de sus obras recurrentes. Sin duda, aquel
gesto temprano, como el hecho de vivir casi la totalidad de su vida fuera de
las grandes ciudades, puede percibirse como un rechazo de la vida burguesa y
una apuesta por los valores del espíritu, es decir: por aquella parte de la
cultura y de nuestra sensibilidad que se relaciona con lo permanente y
trascendente. Brenan era ateo, o al menos no creía en un dios, aunque no
carecía de sensibilidad religiosa. Quizá, si no fuera un anacronismo excesivo,
se podría hablar de politeísmo. De hecho, su relación con la naturaleza es
ajena a la tradición católica y, hay que decirlo rápidamente, opuesto a la
actitud española. Aunque algún aspecto de su personalidad era irlandés, y de
ahí tal vez la inmediata simpatía que sintió por lo andaluz acaso como le ha
ocurrido a otro notable hispanista, Ian Gibson, en su devoción por la
naturaleza y por el paisaje era profundamente inglés, y esta forma inglesa de
ser es una desviación más del cristianismo romano. Para Gerald Brenan la
naturaleza estaba llena de dioses, de revelaciones, además de ser un objeto de
contemplación.
El laberinto español es una obra
excepcional que, según creo, apenas si dejó huella en los historiadores españoles
que han tratado el mismo tema: cuando lo citan suelen pasar por encima. Un
poeta y novelista, estimado como culto, prometedor escritor y sagaz conversador
por gente como Lytton Strachey, Virginia Woolf, Arthur Walley, Roger Fry,
Duncan Grant, E.M. Foster, es decir por lo que se llegó a conocer como el grupo
de Bloomsbury, debuta con una obra de historiador que marcaría y señalaría
caminos a los nuevos hispanistas ingleses. Brenan participa de la idea
definitoria (pero no definitiva) de Ortega y Gasset de una España invertebrada;
la causa es histórica: llamamos España a un conjunto de "pequeñas
repúblicas, hostiles o indiferentes entre sí, agrupadas en una federación de
escasa cohesión", escribe Brenan. Los antiguos reinos cristianos y las taifas de
la etapa musulmana habrían seguido alimentando nuestra difícil relación con el
vecino, a veces acicateada por el carácter independiente e indisciplinado del
español, amante del terruño como identidad inmanente antes que de una idea
supratribal motivada por el deseo político. La ciudad-Estado griega, la tribu
árabe y el municipio medieval habrían estado viviendo por debajo de las ideas,
en el sentido de las creencias orteguianas, minando el deseo de trascender las
necesidades particulares hacia un fortalecimiento de la idea de nación.
Para Brenan, la unidad política de España en los
siglos XVI y XVII era inexistente: bajo un mismo rey vivían media docena de
reinos con sus leyes y Cortes. La unidad la otorgaba en realidad la Iglesia, en
la que se ampararon en gran medida las libertades personales y locales frente a
los abusos del Estado y de las clases altas. También se encargaron de apoyar, a
través del carlismo, en el primer tercio del siglo XIX, los fueros vascos y
catalanes que los borbones habían abolido o minimizado con su giro centralista.
Tras la disolución de las congregaciones religiosas y la confiscación de sus
bienes en 1835, la influencia de los jesuitas franceses se impuso en la
península, pero no a favor de las clases bajas sino de las pudientes. No
tardarían en poseer más de un tercio del capital del país. La gente más humilde
fue sintiendo que la Iglesia la había abandonado entregándose a las clases
medias y altas, poseedoras de las riquezas españolas. Brenan afirma que ahí
comenzó el profundo divorcio entre la Iglesia y el pueblo llano causante, en
parte, de las agresiones que, desde los mismos católicos, sufrieran la Iglesia
y el clero hasta que la dictadura franquista les dio a éstos protección y
poderes notables. Las clases trabajadoras, afirma Brenan, habían dejado de ser
creyentes mayoritariamente a principio de siglo. No extraña pues la
constatación de Azaña, ya en los años treinta, de que España había dejado de
ser católica. Pero no fue sólo eso: la clase trabajadora, en gran medida, se había
convertido al anticatolicismo (del que participa la tendencia a la blasfemia,
esa oración al revés mencionada por Antonio Machado) y encontró en el
anarquismo, tanto el obrero industrial catalán como el campesinado andaluz, el
sustento de ideales de pureza y de crítica de los estamentos del poder que
necesitaba. Traigo a colación sólo este aspecto para resaltar la preocupación
de Brenan por interpretar la gran crisis española no sólo desde aspectos del
orden de las ideas y de los hechos inmediatos, sino de lo que, en ocasiones,
sustenta a las ideas y a los hechos. La concepción balcánica de España arriba
mencionada se ejemplifica para Brenan especialmente en el siglo XIX para
desembocar en los palos de ciego de la Segunda República y, finalmente, en la Guerra
Civil. La inteligente descripción y análisis que tan tempranamente hace Brenan
comparable sólo, en su momento, a la expresada por George Orwell de la
ausencia de entendimiento y tolerancia entre las distintas facciones políticas
y sociales de la República, así como de la falta de respeto hacia una idea de
Estado, debería hacernos reflexionar sobre algunos automatismos de nuestros
días, en los que asistimos, tanto desde algunas autonomías como desde las
insatisfacciones bizantinas de algunos grupos, a la desvalorización del amplio
marco constitucional que los españoles nos otorgamos en 1978. Son muchos los
matices y complejidades de esta obra de Brenan, que sólo tomo al paso, pero su
relectura nos haría, sin dejar de ser soñadores e independientes, más sensatos,
tolerantes y sabios, también más optimistas sobre nuestro presente. No hace
mucho se lamentaba otro historiador dedicado en parte a nuestros asuntos, John
Elliot, de que fuéramos tan pesimistas teniendo sin embargo una realidad
política y social de la que sentirnos orgullosos (la actual). Creo que Elliot
tiene razón, pero yo matizaría su afirmación: somos ciertamente pesimistas,
pero siempre que estemos pensando en los otros: la introspección y el examen de
conciencia, como muy bien supo Brenan, escasean. Pero antes de cerrar este
aspecto, no quiero olvidar que el autor de El laberinto español pensaba
que la derecha pudo evitar la guerra con sólo tener un poco de paciencia. El
comunismo era prácticamente inexistente en nuestro país en 1936 y los partidos
de izquierda habían fracasado, unos contra otros. Más tarde, Brenan creyó que
la solución para España era una monarquía parlamentaria, con un gobierno
socialista que durara un cierto tiempo, sin duda con el fin de que llevara a
cabo reformas sociales inexcusables.
Yo sí aconsejaría a los estudiantes (y a los
profesores) que tuvieran por libro de texto la Historia de la
literatura española de Gerald Brenan. No porque esté de acuerdo en
todos sus puntos, ni mucho menos, sino porque posee diversos valores que suelen
escasear y que son más importantes que las ausencias o debilidades de éstas o
aquellas ideas o gustos. La prosa de esta obra es admirable: un estilo rápido
pero no telegráfico, capaz tanto de ricas descripciones como de conceptos brillantes
y claros, y apenas sin notas, algo que la descalifica ante el mundo
universitario y que los lectores agradecemos. Es evidente que su autor se ha
leído la bibliografía de la que habla, y es muy abundante. Cosa rara, denota
familiaridad con otras literaturas (la francesa, la italiana, la árabe, la
rusa), además de con la inglesa. Brenan argumenta, seduce y nunca es pedante.
Leyéndole, nos dan ganas de leer, de releer, de hablar con el prójimo. En fin,
bendito sea por haber escrito la más útil de todas las historias de la
literatura española que conozco, y por una doble y noble razón: ama la
literatura y logra hacer que sus obras sean, por muy lejanas que estén en el
tiempo, contemporáneas nuestras, incluso aunque sea para rechazarlas. Por otro
lado, acompañando a Brenan se aprende, aunque no siempre se compartan los
juicios, a relativizar los valores canónicos. No al modo de Pound, que tenía la
mala educación y la vanidad de tutearse con Homero y Dante, sino con la actitud
de un apasionado lector de Historia que ha aprendido, de la mano de Montaigne,
a eliminar o mitigar la superstición del pasado. En esto, y no es lo único,
tiene algún paralelismo con Marguerite Yourcenar.
Que Brenan inicie su repaso a nuestra literatura
con los periodos romano y visigodo, seguidos inmediatamente por el árabe,
explica de algún modo la noción que tuvo de la literatura como vasos
comunicantes más allá de las lenguas. Gerald Brenan sintió pasión por la
literatura realista y por la novela decimonónica: no le conmovieron las
vanguardias, aunque se interesara por la obra de Joyce. La poesía épica y la
picaresca (intentó varias novelas inspiradas en el vagabundeo pícaro) le
acercaban al dato concreto y primario de la existencia. Ese tono estoico, poco
dado a ensoñaciones o, si se dan, rápidamente rectificadas por los hechos, es
el que amaba y el que le hace valorar al Arcipreste de Hita por haber hablado
del amor no como debía de ser sino como lo veía sin traicionar su experiencia:
"una poesía en la que la vista y la inteligencia se mantienen en
asociación y en la que hay poco sitio para lo ingenuo y lo inocente". Poco
más adelante, en una nota, nos encontramos unos de esos saltos magníficos de
Brenan al comparar el libro del Arcipreste con una de las novelas italianas que
más le gustaban, La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, obra con la
que solía poner a prueba el gusto de sus amistades. Esta Historia... es
rica en deducciones generales a partir de una obra o de un conjunto de obras.
Por ejemplo, al repasar a Jorge Manrique, que le parece el clásico ejemplo del
poeta menor que por un conjunto de circunstancias afortunadas da forma exacta a
lo que aproximadamente estaban diciendo todos sus contemporáneos, se separa un
poco y afirma: "La nota elegíaca es rara en la poesía española, que
procura eludir todos los temas íntimos con excepción del amor y hasta trata
éste de manera un tanto impersonal." No es casualidad, añado por mi
cuenta, que Antonio Machado, quien tenía a Manrique "en su altar",
sea uno de esos elegíacos (ni que en cierta poesía actual de tono realista,
cercana a la experiencia, se halle el elemento nostálgico aunque, en cambio, la
intimidad esté tratada como un cliché). En Machado hay nostalgia pero no
verdadera intimidad; para encontrarla, en España y en nuestro siglo, hay que
acudir, sobre todo, a Cernuda y Jaime Gil de Biedma. Pero volvamos a Don
Geraldo. Allí donde los profesores pondrían ochenta pulcras notas y los alumnos
y lectores en general acabarían odiando al Arcipreste y sus trotaconventos,
Brenan, con la elegancia de quien sabe la nota que toca, nos recuerda que el
tema de Manrique es un recurso manido de la Edad Media, notable en la Chanson
de Roland y en el poema de Villon Ballade des dames du temps
jadi, pero, remacha, "el poema de Villon tiene una mordacidad que
lleva a Baudelaire y a la poesía personal del siglo XX", mientras que el
poema de Manrique es "resignado y sentencioso", restando importancia
a la enfatización de la vida, asunto habitual en el estoicismo popular español.
Antes de valorar otros aspectos de su lectura de
la literatura española, no puedo dejar pasar algo que he mencionado antes en el
Brenan andarín y viajero: el profundo conocedor y observador de la naturaleza y
el paisaje. ¿Qué crítico, y no digamos ya historiador, nos dirá, tras
recordarnos que Ausias March nace en la pequeña y blanca villa de Gandía, lo
siguiente?: "Es decir, en un paisaje de naranjos y palmeras, con el azul
Mediterráneo batiendo la baja playa y los montes rosados y violetas
recortándose a lo lejos en el horizonte". Lo curioso es que esa
descripción jamás la hubiera hecho March, pues "nunca menciona a la
naturaleza como no sea en sus aspectos siniestros y nunca describe tampoco el
aspecto de su dama. Sin duda, su puritanismo se sentía ofendido por la belleza
demasiado pagana". Sus reflexiones sobre la literatura de los siglos XVI y
XVII, aunque a veces injustas por lo limitado (Quevedo, Gracián), son valientes
y penetrantes: de hecho, hay algunos pasajes que podrían ser temas de variados
ensayos, si hubiese buenos ensayistas. Si en algún momento señala que el
natural estoicismo español adopta una forma sentenciosa, aquí afirma que ese
mismo carácter acompaña a "cierta sequedad de la imaginación", a
diferencia de lo que ocurre en la literatura inglesa, en la que la imaginación
es central. Para Brenan, de todas las literaturas europeas, la española es la
más homogénea. La explicación se apunta apenas: de manera general, esas obras
expresarían más a un pueblo que a un autor, porque éste habría estado
interesado, sobre todo, no en expresar una cultura o un conflicto individual
sino un determinado mundo moral: una sociedad.
Es ya una vieja disputa dirimir entre la Celestina (1499)
y el Quijote (1605) a la hora de situarlas en lo más alto de
la novelística española. Brenan se inclina hacia la obra de Fernando de Rojas
por considerarla más perfecta, algo indiscutible. Al compararla con algunas
obras de Shakespeare, observa que los personajes del autor inglés son más
vastos que la vida misma. Shakespeare se entrega a su desbordante imaginación
creando figuras que "sólo pueden vivir en su propio mundo"; De Rojas
nos muestra a personajes sin un carácter determinado porque han sido devorados
por la pasión, "una fuerza catastrófica más poderosa que ellos", y
esa operación de mostrarlos a través de aquello que los consume los perfila
desde una realidad irrecusable que parece habérsele impuesto al poeta.
Ciertamente, la capacidad dramática, economía de movimientos y riqueza de
lenguaje hace de la Celestina una obra duradera, pero Brenan,
en su análisis del Quijote, olvida la singularidad y modernidad de
la segunda parte de dicha obra y con ello, aunque sus reflexiones siempre
poseen valores poco habituales, son en este caso innecesariamente limitadas.
La Celestina es, en su perfección, una cima que se cierra,
mientras que la célebre obra de Cervantes, sin duda lejos de ser formalmente
perfecta, abre un nuevo mundo literario del que seguimos alimentándonos. No
obstante, Brenan, a pesar de que no saca las debidas consecuencias, no parece
ignorar esa dimensión: libro escrito "con la pluma de la duda sobre el
papel de la convicción [...] puede casi decirse que el autor lo escribió en
colaboración con sus lectores". He aquí la tan cacareada "obra
abierta".
Me entregaría con gusto a la cita y la
paráfrasis, pero quizás es ya suficiente para mostrar, siquiera sea al sesgo,
el valor de esta obra. Con todo, aunque sea para cerrar el libro, quiero
abrirlo una vez más. Brenan, admirador del Guzmán de Alfarache,
señala que "Guzmán es Charles Chaplin visto por un ministro calvinista del
siglo XVI". A Boscán, afirma, excelente prosista que no tenía el don de la
poesía, cabría compararlo en su papel introductor en el siglo XVI con el de
Ezra Pound para la lengua inglesa y el primer tercio del siglo XX. Si bien la
naturaleza aparece en la literatura española como escenario o telón de fondo,
con connotaciones de soledad o de tristeza, en Juan de la Cruz halla una
familiaridad real con su belleza. ¿Y Góngora? El autor de las Soledades fue
guiado, sobre todo, por su sensibilidad y no cree el ensayista inglés que
tuviera ideas conscientes al respecto. No fue Rousseau ni Wordsworth: no podía
creer en la unión con la naturaleza salvo como una parte de la poesía perdida
en la infancia y que el poeta adulto apenas vislumbra: Góngora levanta ante la
naturaleza una lengua artificial en la que la visión de la divina inmanencia
(pagana) habría sido sustituida por una estética y una poética: el poema
"es una interpretación más de esa búsqueda incesante: la recherche
du temps perdu".
Gerard Brenan homenajeado en Alahurín el Grande
De las muchas consideraciones de Brenan sobre el
ser y el estar de los españoles, sobre sus ideas, formas y creencias, no se le
escapó, viniendo de una cultura como la inglesa y siendo tan buen lector de la
francesa, que "un rasgo de la literatura española que debe llamar la
atención de cualquier lector es la carencia de cartas, diarios, memorias de
carácter personal y biografías". Es cierto. No fue su caso, precisamente:
a ese libro cimero, mezcla de descripción etnológica, estampa y memoria que
es Al sur de Granada, hay que sumar Una vida propia y Memoria
personal (1920-1970).2De creer a Jonathan Gathorne-Hardy, y hay
buenas razones para hacerlo, su obra epistolar, tres o cuatro veces más amplia
que su obra publicada, es de un valor tan alto como lo ya conocido, además de
que tiene el doble valor de incursionar en su compleja personalidad (el
laberinto Brenan) y de explayarse, y uso bien el término porque algunas de sus
cartas tienen cincuenta o sesenta páginas, sobre mil temas no tratados en sus
libros. En un diálogo mantenido con alguien que le sale al paso en su viaje por
España de 1949, Brenan le dice que en "la Europa Federal del futuro,
consideraremos completamente natural el tener una segunda patria [...]
la patria de nuestros ideales, de nuestro superego. [...] Usted y yo, con
nuestra admiración hacia el país del otro, somos los precursores de ese
sistema". También algunos escritores cumplen esa misión: Brenan es, puede
ser, el escritor introspectivo y agudamente observador, tolerante y apasionado,
imaginativo y enamorado de la naturaleza que nos ayude a corregir y enriquecer
nuestra sensibilidad y nuestro imaginario. ~
JUAN MALPARTIDA
(Marbella, 1956) es poeta,
crítico literario y redactor jefe de
Cuadernos hispanoamericanos.